Técnicos de ascensores, pensionistas, educadores infantiles, inmigrantes a los que se les acaba el paro, jóvenes que aducen motivos éticos, mujeres de mediana edad que buscan aliento para oxigenar la maltrecha economía familiar… Todos son compañeros de contenedor.
La búsqueda de comida hace que, noche tras noche, esperen juntos el momento en el que se oye el cierre de la persiana de los supermercados. Son más que hace dos años, más que hace uno. La mayoría rebusca parte de su sustento un tanto avergonzados, empujados por la necesidad, entre alcohólicos y mendigos que ya no tienen esperanza. No quieren acabar como ellos y han establecido por sí mismos una red de solidaridad. Lo que encuentran es de todos y cuando la cosa se pone fea desaparecen.
“Hay sitios donde hay peleas entre borrachos y locos, pero la gente normal no suele ir allí, hay supermercados para todos”, explica un barcelonés de 27 años en la confluencia de las calles Còrsega y Bailèn, cerca de un Lidl. Lo mejor es alejarse del centro: demasiados problemas. Él vive en el Gòtic, en un piso compartido. “Ahorrarme algo de dinero me va muy bien, pero la verdad es que no lo hago por necesidad. Es más bien una cuestión ética”. Las alforjas instaladas en su bicicleta le permiten recorrer varios establecimientos en poco tiempo.
Los empleados del Lidl echan la persiana metálica y se marchan sin dejar comida. No, no siempre hay suerte. El grupo, de media docena de personas, se arremolina entonces alrededor de los contenedores de un supermercado de la cadena Dia, unas calles más arriba. “¿Creéis que estoy orgullosa de hacer todo esto? ¡A mí no me saquéis en la foto, sacad a los del Gobierno!”, exclama una mujer de mediana edad. “Es que tenemos trabajo –dice otro de los buscadores, un hombre de unos cuarenta años–. Cómo vamos mañana a trabajar, si nuestros compañeros ven que...”.
En la calle Marquès de Campo Sagrado, en el barrio de Sant Antoni, un armenio le arrebata la pipa a Teófilo, de 88 años. “Otra vez”, suspira resignado a las puertas de un Caprabo. El armenio posa histriónico, cruzando los brazos con la pipa en la boca. “No pasa nada –dice Teófilo–. Lo conozco desde hace un año, de esperar los contenedores. Lo que pasa es que bebe mucho... ¡Y no le llames ruso!”. Un empleado del establecimiento explica que sacan los desperdicios cuando el jefe lo ordena, unas veces antes y otras después, en un rato... A muchos vecinos no les gusta que tanta gente se reparta basuras bajo su ventana.
Teófilo es gallego. Llegó a Barcelona el año 1952. Trabajó como albañil y pescador. Vive en la calle Cera.
“Hay sitios donde hay peleas entre borrachos y locos, pero la gente normal no suele ir allí, hay supermercados para todos”, explica un barcelonés de 27 años en la confluencia de las calles Còrsega y Bailèn, cerca de un Lidl. Lo mejor es alejarse del centro: demasiados problemas. Él vive en el Gòtic, en un piso compartido. “Ahorrarme algo de dinero me va muy bien, pero la verdad es que no lo hago por necesidad. Es más bien una cuestión ética”. Las alforjas instaladas en su bicicleta le permiten recorrer varios establecimientos en poco tiempo.
Los empleados del Lidl echan la persiana metálica y se marchan sin dejar comida. No, no siempre hay suerte. El grupo, de media docena de personas, se arremolina entonces alrededor de los contenedores de un supermercado de la cadena Dia, unas calles más arriba. “¿Creéis que estoy orgullosa de hacer todo esto? ¡A mí no me saquéis en la foto, sacad a los del Gobierno!”, exclama una mujer de mediana edad. “Es que tenemos trabajo –dice otro de los buscadores, un hombre de unos cuarenta años–. Cómo vamos mañana a trabajar, si nuestros compañeros ven que...”.
En la calle Marquès de Campo Sagrado, en el barrio de Sant Antoni, un armenio le arrebata la pipa a Teófilo, de 88 años. “Otra vez”, suspira resignado a las puertas de un Caprabo. El armenio posa histriónico, cruzando los brazos con la pipa en la boca. “No pasa nada –dice Teófilo–. Lo conozco desde hace un año, de esperar los contenedores. Lo que pasa es que bebe mucho... ¡Y no le llames ruso!”. Un empleado del establecimiento explica que sacan los desperdicios cuando el jefe lo ordena, unas veces antes y otras después, en un rato... A muchos vecinos no les gusta que tanta gente se reparta basuras bajo su ventana.
Teófilo es gallego. Llegó a Barcelona el año 1952. Trabajó como albañil y pescador. Vive en la calle Cera.
“Vivo de los contenedores de los supermercados desde hace muchos años –explica sin parar de caminar para combatir el frío, apoyándose en su bastón–. Antes de la basura sacabas hasta oro, pero ahora hay demasiado plástico..., y como somos tantos por repartir, pues no es lo mismo. Cada día somos más. Normalmente nos entendemos, sobre todo a medida que nos vamos conociendo. De vez en cuando hay alguno que..., pero es lo que hay... Mi hija sabe que hago esto, pero bastante tiene con sus dos hijas. Una se casó con un guardia civil y se quedó viuda”.
“A mí no me hagan fotos –tercia una mujer con creciente enfado–. A mí no me sacan con esta gentuza. Salen los contenedores y saltan como lobos, no les importa hacerte daño. A mí no me gusta venir, yo sólo vengo a fin de mes. Todo esto es una porquería, como muchas señoras que vienen bien vestidas a coger una cebolla con disimulo”.
En la calle cada vez hace más frío y cada vez son más los que aguardan. Algunos departen en un pequeño coro, otros prefieren estar solos. El armenio descorcha una botella de cava y riega el suelo antes de empinarla. “Esa mujer no está bien de la cabeza –tercia David, un ecuatoriano de 52 años–. Ella es la que siempre la lía y nunca quiere compartir. El otro día sacaron un montón de latas de tomate y ella decía que las quería todas para sus hermanos. ¡Pero si sus hermanos trabajan y ganan dinero!”.
David aguarda a los contenedores desde hace un mes. Llegó a Catalunya trece años atrás. Trabajó como soldador, albañil, fontanero..., nunca tuvo queja. “Ahora he realquilado dos habitaciones que tengo. El paro ya se me está acabando y tengo dos hijos en Ecuador que mantener. Vengo al supermercado una vez por semana. Los vecinos de mi edificio nos turnamos”.
David vive en una finca de la calle Carretes en donde abundan las personas mayores y los desempleados.
“Sólo trabajan algunas mujeres que friegan escaleras –continúa–. Casi todos buscamos comida en los contenedores de los supermercados, luego la compartimos. También vamos a las parroquias que reparten comida, pero allí lo que consigues es un poco de arroz, un poco de pasta, un litro de leche. En los contenedores puedes encontrar verdura fresca, congelados, embutidos...”.
El octogenario Teófilo explica que un empleado del supermercado le acaba de decir que ya sacaron la basura al mediodía. Esta noche parece que se han concentrado demasiados. La mayoría lleva una hora en el lugar tratando de despistar el frío. La caravana de carritos da la vuelta a la esquina, donde les espera un Consum.
El secreto está en no enfrentarse con los trabajadores de los establecimientos, en no ensuciar nada. La operación se desarrolla en pocos minutos y en silencio. Uno extrae la gran bolsa negra del contenedor y la abre sobre el suelo de la calle. Todos se lanzan sobre su contenido. Un hombre de cerca de 40 años, con una bolsa de tela de Fnac y una chaqueta de cuero testigo de tiempos mejores, se acerca unos pasos, pero las espaldas dobladas sobre los contenedores lo amedrentan. Regresa sobre su camino, no ve que los dedos que devuelven lo podrido al contenedor comparten todo lo que se puede aprovechar.
Mariaj, alemana, 22 años, prepara sus bolsas frente a un Lidl de la calle Pujades: “Es una ayuda importante. En Alemania se hace mucho, es ético”, explica. No tiene problema en compartir sus postres de gelatina y yogures con aquellos que van llegando más tarde.
“No es que no tenga dinero –dice Marc, de 28 años, monitor infantil en paro, a las puertas de un Sorli Discau en la calle Marina–, pero tampoco me sobra. Viniendo aquí puedo ahorrar y gastar en otras cosas. Además, no es ético desperdiciar tanta comida”. “Siempre somos más o menos lo mismos –añade su amiga Judit–, nosotros dos, alguna persona más, nuestros dos amigos borrachos…”. Y Erem, de 55 años, ruso, técnico de mantenimiento de ascensores. Habla inglés, francés, italiano y griego. No tiene familia. Llegó hace siete meses tras nuevas oportunidades. Hace cuatro que escarba en los contenedores.
“Ha llegado el momento de irse”, dice Marc cuando en un contenedor de la calle Llull un indigente, ebrio, se abalanza sobre ellos. Erem, que siempre está de broma, borra la sonrisa de su cara. “Hago esto porque estoy convencido de que es temporal. De lo contrario me pegaría un tiro”, sentencia.
Fuente: La Vanguardia